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Cuenta la leyenda la historia de un joven, aunque no uno cualquiera. Él vivía allá donde siempre brilla el sol, donde todo reluce como si fuese oro, donde sus habitantes viven eternos e inalterables. Donde la brisa es dulce y pura. Un lugar donde no existe la escasez ni la mediocridad de las vidas mundanas, es el Reino de los Dioses.
Nuestro joven dios era el que propagaba la fiesta y el jolgorio a su paso, los banquetes y el vino, la música y el espectáculo, las mujeres y el placer. Aquel al que todos los mortales adoraban en épocas de bonanza y rezaban por su vuelta en las de penuria.
Era bien conocida su fama como el mejor de los seductores y el más lujurioso de los amantes, sus conquistas eran siempre exquisitas e inalcanzables para el resto de los hombres.
Un día, el joven dios reparó en unos esplendorosos bosques que nunca había visitado. Repletos por la vegetación más hermosa y recorridos por los ríos más cristalinos; no venía, sin embargo, de ahí su fama, sino por las ninfas que los habitaban. Hijas de la naturaleza, más bellas que las hadas y con voces más dulces que sirenas.
Así pues, el joven dios se sumergió en aquellos bosques repletos de pureza. En busca de diversión y aventura y, por supuesto, tras el deseo de hallar aquellas místicas ninfas.
Caminó por el suelo cubierto de hierba y hojas caídas, disfrutando de su tacto húmedo y suave bajo los pies. Respiró y alcanzó a saborear multitud de olores. El rocío aún presente en el ambiente, las flores y su néctar, la madera de los árboles. Continuó avanzando guiado por el inconfundible sonido de un río, rociando todo a su paso mediante su aura dorada de divinidad, y ante la atenta mirada de los habitantes del bosque.
Sintió el alivio y el frescor del agua en sus pies, se inclinó para degustarla cuando se percató de una presencia que lo observaba justo al otro lado del río. Alzó la vista y se encontró con una explosión de color, elegancia y soberbia que penetró hasta lo más profundo de sus ojos. La grandeza de su porte, la majestuosidad de sus plumas y lo perspicaz de la mirada de aquel pavo real le paralizó durante unos instantes.
De repente, como percatándose del profundo interés que afloraba en el joven dios por su belleza, aquella vanidosa muestra de naturaleza se impulsó desde la roca sobre la que se posaba y con suma sutileza desapareció entre el mar multicolor de flores. De nuevo al bosque.
El joven dios prosiguió su paseo, caminando absorto en la visión de aquel pavo real; a pesar de lo extraordinario de su semblante, no podía, sin embargo, centrarse más que en sus ojos. Pues algo especial había en la forma en la que le miraron y ni si quiera él, en su condición de dios, supo desentrañar aquel misterio.
Pasarían un par de horas hasta que advirtiese que, además de disfrutar de aquel llamativo lugar, el vital propósito de su visita era encontrar a las célebres ninfas. Y fue entonces cuando se dio cuenta. Por horas se contaba su estancia en aquel bosque, y a pesar de ello no se había encontrado con ninguna ninfa. Había caminado por zonas que él consideraba debían ser concurridas, como ríos o fuentes de alimento esenciales. Y sólo había conseguido encontrar más de esos curiosos animales que habitaban el bosque. Con todo ello, no fue capaz de hallar la más mínima pista sobre su paradero o su propia existencia.
Reflexionó acerca de volver al Reino de los Dioses y consultarlo con los más ancianos. Justo cuando valoraba ésta como la mejor opción, a pesar de las posibles bromas que le esperaban, lo volvió a ver. Aquel maravilloso ser con su manto real ahora recogido, de nuevo le observaba con su mirada penetrante.
Asombrosamente, el ave se transformó poco a poco en una joven. Un ser cuya belleza nada tenía que envidiar al pavo real. Su piel era blanca y perfecta como de porcelana, el pelo oscuro le corría por hombros y espalda, y sus ojos eran verdes esmeralda como las plumas de pavo real que formaban su sencillo vestido. El joven dios se hallaba en su máximo nivel de fascinación cuando ella habló:
- Lo siento, pero no he podido resistirme y te he estado observando. ¿Qué clase de ser eres? Jamás había visto a alguien como tú por el bosque. He visto muchos humanos, pero tú no pareces uno de ellos. Eres diferente, tu esencia es diferente. Emanas un aura dorada poderosa y a la vez hermosa. No estoy segura de si debo darte la bienvenida. ¿Qué eres? – preguntó la joven manteniendo las distancias, algo recelosa.
- Soy un dios y he venido para visitar este bosque y encontrar a las ninfas. – explicó el joven dios a la vez que avanzaba un par de pasos.
- ¿De verdad? – exclamó entusiasmada-. Las chicas siempre hablan acerca de los dioses, pero nunca había visto uno. ¿Qué necesitas de nosotras... joven dios? – retrocedió unos pasos, de nuevo expectante.
En ese momento lo entendió todo, ahora comprendía por qué no había visto ninguna ninfa, al menos no en su forma original. Aquellos animales que tanto le observaban eran ellas en realidad, escondidas en una forma discreta y cautelosa para protegerse de extraños y curiosos de intenciones dudosas. Examinó con la mirada aquella que se encontraba frente a él, sus ojos brillantes eran como gemas que guardaban aquel mismo bosque en su interior y todo el bienestar y la pureza que lo componen. Decidió que nunca más querría saber nada acerca de otra mujer, la quería a ella. Los bellos ojos adquirieron entonces un gesto impaciente y fue el corazón quien respondió presuroso:
- Sólo te necesito a ti. No necesito nada más en este mundo o en el divino, más que a ti a mi lado por la eternidad.
La joven se preparó para huir mientras las plumas comenzaban a brotar y las de su vestido se fundían con el cuerpo de la ninfa.
- ¡No! No te transformes, por favor. ¡Espera! Si despareces moriré aquí y ahora. – suplicó.
- Todo el mundo sabe que un dios no puede morir. Ni el fuego, ni las armas del hombre ni la oscuridad puede con ellos. – espetó ella, a la vez que su transformación se revertía rápidamente.
- Pero sí el amor. El amor puede con todo. – respondió ante el asombro de la ninfa.
Confundida, escrutó con sus enormes orbes el rostro de aquel individuo en busca de la mentira, pero no la halló. Ambos permanecieron uno frente al otro sin mediar palabra. Y así fue como el joven dios convenció a la hermosa ninfa para que se conociesen. Aquel día estuvieron hablando y riendo sin parar, en aquel bosque de fantasía donde comenzó su historia de amor.
Los días se sucedían y los dos enamorados pasaban juntos el máximo de tiempo posible, ya que la joven ninfa debía encontrarse durante toda la noche junto a las demás. Todas ellas vivían bajo dos únicas normas: la primera, durante el día eres libres, pero en la noche debes volver a tu hogar; la segunda, nunca te muestres ante extraños, especialmente si son humanos. La responsabilidad del cumplimiento de estas dos normas residía en manos de la reina de las ninfas. No era una reina en el estricto sentido de la palabra, pero todas la consideraban una guía sabia. La más anciana de todas, por lo que su palabra siempre era escuchada con atención y su criterio aceptado.
La joven ninfa había infringido la segunda, pero la primera la cumplía religiosamente; ni siquiera le confesó al joven dios dónde se hallaba el hogar secreto en el que todas se reunían cada noche.
Una tarde, la ninfa quiso mostrarle al joven dios su lugar preferido del bosque. Era una alta ladera, cubierta únicamente de hierba verde; la cima era aplanada y, desde aquel lugar, se podía divisar todo el bosque, los saltos de sus ríos, la variedad de su vegetación; y durante el día siempre estaba bañada por los cálidos rayos del sol.
El joven dios le propuso un plan realmente tentador a la ninfa: en la madrugada, cuando todos duermen, él iría al hogar secreto de las ninfas para acudir juntos a la ladera y pasar una noche romántica e inolvidable observando el cielo estrellado de la noche. Ella rechazó la idea, no podía desobedecer esa norma. Él insistió. Finalmente, la muchacha accedió.
Así pues, aquel día ambos se despidieron al anochecer y, ya avanzada la madrugada, el joven dios llegó al lugar acordado. El hogar secreto de las ninfas estaba escondido tras la corteza de un árbol de tronco hueco. Había que retirar la corteza con cuidado para entrar en el interior del árbol, una vez dentro había que bajar por una estrecha escalera de caracol y llegar al escondite de las ninfas. El joven dios imaginó que un refugio bajo tierra no podía ser más que una especie de cueva, pero grande fue su sorpresa cuando descubrió que el bosque aún estaba presente en aquel lugar. No había tierra en el suelo sino suave y confortable hierba, al igual que las paredes; había flores y un hermoso río subterráneo. La luz de la luna se filtraba por unos pequeños pero numerosos agujeros en el techo. Era un lugar completamente mágico.
Caminó entre las ninfas dormidas, que descansaban en camas en el suelo y en hamacas hechas de hierbas y hojas. Al fin, encontró a su amada, la despertó cariñosamente y ambos salieron del lugar cogidos de la mano.
Llegaron a la ladera de la ninfa y se tumbaron juntos boca arriba para contemplar el cielo. Pero el joven dios no podía apartar la mirada de ella. Su rostro irradiaba felicidad y, cuando descubrió que la observaba, una irresistible sonrisa se esbozó en su rostro, que pronto se maquilló por un tierno rubor. Entonces, el joven dios se inclinó sobre ella, miró sus ojos de esmeralda, le dijo que la amaba y la besó. Un beso que engrandecía aún más las palabras. Uno largo y sincero. Le prometió que permanecería con ella por siempre, cada día la haría sonreír y cada mañana la despertaría con caricias.
Tenían muchas cosas que decirse y muchísimos sentimientos y experiencias que vivir juntos. Pero nada de eso podría suceder. La reina de las ninfas estaba allí, delante de ellos, apoyada en su bastón de madera.
- Has ignorado las dos únicas normas que debías obedecer. Normas que están impuestas para protegernos a todas. Nos has puesto en peligro, a tus hermanas, a mí y a ti misma. – espetó clavando su fría mirada en los ojos llenos de terror de la ninfa.
- Yo... yo lo siento, madre reina. Pero él no es como los demás, no es un peligro. Él es bueno. No es humano, ¡es un dios! ¡Es un dios cordial! Tienes que creerme porque no voy a separarme de él, mi corazón es suyo. – explicó suplicante a la vez que abrazaba a su amado.
- ¡Eso es una estupidez! ¡Te ha lavado el cerebro! Se aprovechará de ti y cuando esté satisfecho se irá, y tú te quedarás con el corazón hecho trizas. Eso es lo que hacen, ¡no seas ilusa, niña necia! – la agarró del brazo y tiró de ella.
- ¡No! – gritó soltándose bruscamente de la mano opresora – Que te pasase eso a ti no quiere decir que a mí también me vaya suceder. Lo amo, y voy a estar con él para siempre, miraremos juntos las estrellas cada noche, ¡jamás conseguirás moverme de aquí! – le dijo con lágrimas en los ojos y miró al joven dios con una sonrisa.
- ¿Eso es lo que quieres? – meditó la anciana con rabia en sus viejos ojos vidriosos- ¡Pues que así sea! – furiosa, alzó su bastón y de la punta surgió intensamente una energía verde, como el bosque, como el pavo real. Con un rápido y fuerte movimiento, la dirigió a la joven ninfa y ésta comenzó a transformarse rápidamente, ante la impotencia y la desesperación del joven dios.
La piel se agrietó y adquirió un color oscuro, las ramas y las hojas fueron creciendo en su cuerpo. En apenas unos segundos, la ninfa se había convertido en un gran sauce llorón.
El joven dios suplicó a la reina de las ninfas por su amada, le ofreció cualquier cosa imaginable, le ofreció su propia vida con tal de que la devolviese a la normalidad. Pero, antes de desparecer, ella únicamente le dijo con frialdad: "Nada de esto habría pasado si tú no hubieras aparecido por aquí. Ahora permanecerá como el árbol de las penas, observando cada noche las estrellas, y tú deberás vivir con ello, por tu capricho".
El joven acudió rápidamente a los demás dioses en busca de una solución, de una forma de invertir el hechizo. Pero, tristemente, le dijeron que no existía remedio para la magia de las ninfas, a la vez que le compadecían por su causa imposible. Él, sin embargo, no perdió la esperanza. Viajó durante años, que se tornaron en décadas y éstas en siglos. Escrutó cada rincón del mundo, pero fue una búsqueda en vano. No había forma para devolver a su amada junto a él, ni si quiera como pavo real.
Volvió a aquel bosque en el que su vida comenzó y terminó al mismo tiempo, a la ladera donde yacía la mujer de su vida en forma de sauce. Con la razón perdida, el alma quebrada y el corazón desgarrado, se abandonó al amparo del milenario árbol. Se tumbó a sus pies, entre sus raíces, y allí permanecería infinitamente.
Poco a poco, con el transcurso del tiempo, las raíces del gran sauce fueron envolviéndolo. Su torso fue apresado por las largas manos de madera y hojas, sus brazos y piernas quedaron inmovilizadas. Su rostro fue cubriéndose y la luz perdiéndose, aunque hacía muchos años que sus ojos no veían la claridad ni la belleza del mundo. Hasta que un día, nada quedaba a la vista del que tiempo atrás fue el joven dios.
La reina de las ninfas acudió a la ladera de los amantes, comprobando su lamentable error entre agrias y dolorosas lágrimas. Una última vez más, alzó su bastón y una poderosa aura danzó alrededor del gran árbol y sus raíces, comenzando a transformarlas.
Surgió un segundo sauce y los troncos de ambos árboles comenzaron a entrelazarse adquiriendo un color blanco como si estuviesen hechos de perlas. Cada árbol caía a un lado, y las cadenas de hojas surgieron doradas y brillantes.
Aquella ladera sería conocida por todas las regiones y reinos más lejanos durante generaciones y generaciones por los árboles enlazados de tronco perlado y hojas como el oro, "El árbol de los amantes". Siempre sería protegido y venerado por las ninfas.
La leyenda dice que en las noches de luna llena una mágica brisa invade cada rincón del bosque. El brillo del astro nocturno ilumina y realza la hermosura de los dos amantes creando un ambiente mágico.
Así mismo, los supersticiosos creen que la luz lunar descubre una inscripción en la roca que yace al pie de los árboles y reza: "Aquí yace el verdadero amor que todo lo puede de dos almas que vivirán unidas, contemplando el cielo estrellado de la noche por siempre".
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